Un miércoles de Boca

Otra mañana porteña, tan rutinaria y común para algunos, tan anormal para quien les escribe. El sol del miércoles brillaba por su ausencia. Ciertos vestigios suyos contentaron a la multitudinaria población, harta de la lluvia. De repente, el clima “tropical” del Buenos Aires querido no puso alegría en los corazones.
 Miércoles. Mitad de semana. Vacaciones para algunos afortunados que pueden decidir pasar el día lejos de casa. Para nada menos que ir a visitar otra, mucho más grande, hogar de, dicen, la mitad más uno de las almas que llenan el país. Pero eso, más adelante.


Fachada de la entrada principal del estadio.
Crédito: Matías J. Mestas Núñez
Magnánimo el destino, y casi tanto mi compañero de asiento. Porque ese es el azar de los colectivos, del transporte público en general. Con o sin los auriculares puestos, todos hacen una ligera evaluación de los que suben y de si conviene o no que se siente al lado. Todos y cada uno miran disimuladamente a aquel que recorre el pasillo. Los músculos corporales se relajan cuando se sienta en otro lugar. No obstante, los espacios se achicaron y me encontré sentado en medio asiento. Mi compañero, con varios veranos encima, de poco pelo canoso, poblado bigote, anteojos y camisa a cuadros, decidió ponerse cómodo. Demasiado. Sin dudas, ningún altruista.

Evidentemente, sobreviví. Y fue casi una hora de viaje, recorriendo del campo a la ciudad. O desde un área que supo ser campo. Ahora esa etiqueta no es más que una ilusión porteña.

Cuando percibí mucho movimiento de los pasajeros supe que mi breve odisea colectivera había llegado, por el momento, a su fin. Pregunté por las dudas y, en efecto, estaba en lo correcto. Oh sorpresa cuando mi acompañante bajó conmigo. Y siguió bajando al subte.

Un atisbo de paranoia que se esfumó en segundos. La imaginación suele dejar espacio a esos juegos cada tanto. Asignarle apodos y vidas misteriosas a la gente fomenta la creatividad. O eso prefiero pensar.

Congreso, una de las tantas paradas del subte de la línea D. A falta de escalera mecánica, mis rodillas comenzarían a sentir lo que sería un arduo día. Son las consecuencias del deporte. Es sano sí, pero pasa factura la pretemporada.

Adelante, una mujer pidiendo limosna. A la señora, al señor, una moneda para ayudarle a comer. A la señora y pasó una señora; al señor y pasó un señor. El bastón blanco y los lentes negros capaz eran meramente decorativos. ¿O fue de nuevo mi “paranoia”? Supongo que es preferible una mujer con un desliz de honestidad a los pungas ¿O no? De todos modos, ninguna moneda para la señora.

Molinetes, gente yendo y viniendo, el tufo característico de los subtes históricos de Buenos Aires, la falta de paciencia. Yo, de vacaciones. Pensando ya en el azul y oro.

Conseguí para ir sentado. Total, tenía un largo trecho por delante. Hasta Catedral para aquellos viejos sabios merodeadores del sótano porteño. De a poco se va llenando. Juramento, Olleros, Bulnes, Agüero, Facultad de Medicina… Hago gala de mi caballerosidad y le ofrezco el asiento a la hermosa joven parada frente a mí. Habrá creído que la pensé demasiado vieja para mantenerse en pie o algo similar porque se sorprendió y declinó la oferta. Ya incorporado, una señora aceptó mi gentileza. Parecería que la sabiduría va con la edad. O la viveza.

Una caja de lápices a veinte pesos y una lupa de plástico cuadrada a diez más tarde, bajé en Catedral. Y subí. Las gruesas columnas quedaron enseguida a mi izquierda y apresuré el paso para cruzar Plaza de Mayo en diagonal.

"El cielo azul surcado por las nubes solo complementaban lo
  insondable de ese templo del fútbol".
Crédito: Matías J. Mestas Núñez
Una revista a quince pesos fue mi pase de salida para sacarme de encima a un vendedor compulsivo, de esos que no se van hasta lograr su cometido. Fue el primer ejemplar vendido del día. ¿Debería sentirme orgulloso? ¿O les dice eso a todos para quedar bien? Nada de eso importa.

La Casa Rosada imponente frente a mí. Los carteles de los veteranos de Malvinas, celestes y blancos, adornando el panorama. La gente bañándose en la fuente, porque las lluvias diarias de este febrero no les alcanzaron. Los policías custodiando las vallas. Las palomas caminando cual reinas por un territorio conquistado hace tiempo, sin inmutarse por esos seres enormes, bípedos y transpirados. Yo tratando de no pisar caca de perro. Algunas más grandes que bosta de caballo. En fin, Plaza de Mayo.

Para mi sorpresa, iluso de mí, Paseo Colón estaba cortada. Un centenar de personas con banderas y bombos protestando por quién sabe qué. Las bombas de estruendo sobresaltaban a todos cada tanto. Pasé por al lado. La gente de la zona estaba evidentemente acostumbrada. Yo, listo para correr ante la menor señal de problemas. Iluso de mí.

Gracias al corte, tuve que caminar más de lo debido para tomar el 152. Pero bueno, el derecho a transitar libremente por suelo argentino son solo palabras en un papel. Ninguna novedad. Noté al chófer sorprendido cuando le dije “buen día” y “gracias”. Se ve que no lo recibe a diario o tan seguido. Por lo menos le alegré el día. Habrá llegado a su casa luego de terminar su turno y le habrá dicho a su esposa: “Che, alguien me saludó bien hoy”. Yo, Matías, cambiando vidas.

Pasar por debajo de una autopista, pasar Parque Lezama… todo iba de acuerdo a mis notas. Elementales, para no ser un joven pilarense perdido en la metrópolis. 

Cuando bajé, finalmente lo vi. El objetivo de mi periplo. Uno de los estadios más emblemáticos de la Argentina. El Alberto J. Armando, la popular Bombonera. Un coloso en la distancia, cada vez más cercano al ritmo que me permitían los pies. El cielo azul surcado por las nubes solo complementaban lo insondable de ese templo del fútbol. De los colores azul y oro.

Había ido antes un par de veces, durante días de partido, en los que se puede apreciar el fulgor del hincha. Pero para concebir por completo la magnitud de esa casa que vio tanto fútbol glorioso a lo largo de los años tuve que ir un miércoles. Una experiencia conmovedora, diferente.

Bordeé Casa Amarilla. Un par de simpatizantes agolpados contra la rendija de un portón me dieron a saber que los jugadores estaban entrenando. Me detuve a comprar una botella de gaseosa para hidratarme. El negocio, uno lleno de banderas de Boca, remeras históricas y actuales y cualquier cantidad de accesorios.

Ya lindando el estadio los turistas bullían a borbotones. Brasileros, chilenos, asiáticos, algunos de parla anglosajona. Una pareja de bailarines de tango tratando de cobrarles para sacarse una foto con ellos. La mujer de la pareja diciéndoles “hola, welcome” con una viva sonrisa igual para todos los que quisieran pagarle.

Un Citroen escarabajo clásico verde que prometía “el mejor tour por los lugares típicos de Argentina” se detuvo frente a La Bombonera. Y lo que eso implica. Un joven con cierto aire de Indiana Jones, vestido con un sombrero de ala ancha marrón y una camisa blanca con una franja vertical celeste, se bajó del auto y le abrió las puertas a una pareja inglesa de turistas. Los dos altos y rubios. Ella y él. Los dos con un español atado con alambre. Casi enseguida, el colectivo amarillo sin techo del gobierno de la ciudad pasó en su habitual recorrido turístico. Más turistas.

La estatua del Titán, Martín Palermo.
Crédito: Matías J. Mestas Núñez
Un joven le tiró un “qué linda que sos” a una chica que pasaba. La madre de él, con alrededor de medio siglo de vida sobre este mundo, le pegó un revistazo en la cabeza. Minutos después, la señora pisoteó la estrella de Mauricio Macri, que está en el piso junto con las de otros dirigentes y jugadores que dejaron su huella en las inmediaciones del club. Aparentemente no lo va a votar al líder del PRO en las próximas elecciones.

Entro al museo y veo los nombres de todos los jugadores desde la era amateur, comenzando por la “A” del mismísimo Abbondanzieri. Las estatuas de Riquelme, del Mellizo y del Titán me miran desde el pasillo. Martín con los brazos en alto. La mística chorrea de las paredes. Las camisetas: Fiat, Parmalat, Quilmes, Pepsi. Tan recordadas. Las copas, las fotos, la historia. Boca Juniors, la gloria a diestra y siniestra.

El tour por la cancha. Por las plateas preferenciales, donde nunca voy a sentarme a ver un partido; por las plateas de los socios vitalicios, donde nunca jamás lo voy a hacer. Por la popular, justo debajo de ese gran número 12. Por los pasillos que recorren los jugadores antes de entrar al campo de juego persignándose o saltando tres veces en una pata. Y pensar que esos pasillos los caminaron Palermo, Barros Schelotto, Ibarra, Serna, Córdoba. ¡Mamita querida! 

Y todo fue posible gracias a una amiga. Mis gracias son eternas. Hasta me di el lujo de comer un choripán frente al estadio.

Después fui hasta Caminito a ver una exposición de Ron Mueck. Esculturas demasiado reales. Con pelo y todo.

Y para coronar este miércoles, terminé el día comiendo en Wendy’s con mi primo y viendo “Escándalo Americano” en el cine del Alto Palermo. Lo único es que mi primo es de River. Pero todo no se puede. Y además, había que equilibrar de alguna manera tanto azul y oro.

Comentarios

  1. Muy linda la prosa joven. Si, todo no se puede. A ver si desarrollamos otros temas mi querido cabeza de termo.
    Ah y otra cosa, no pienso ir a esa cancha hasta que VOS me invites a la platea preferencial!
    :-)

    :-)
    Besos,
    Saúl.

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  2. Jajaja Tenés que leer "Viajar a Capital con el Olimpo en contra". Recién publicado. Un abrazo!

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